domingo, 7 de febrero de 2016

Día #4: Huesos.

La vida pasa como ráfaga, quien olvide ésto está condenado a una existencia superflua. Atrapado en la rutina asfixiante, trabajando para satisfacer anhelos inventados, corriendo por la vida como gallina sin cabeza, en un intento vano por cumplir horarios y caprichos.

Hay quienes buscan librarse del velo de Maya y se alejan del mundo, se internan en un bosque, escalan una montaña, se encierran en un cuarto a escuchar el zumbido de sus neuronas.

Cualquier camino que nos conduzca a la sabiduría o al conocimiento de uno mismo es loable. Encontrar espíritus afines con quienes debatir e intercambiar puntos de vista es hermoso. Nosotros nos encontramos por la casualidad de haber nacido en la misma época y en el mismo pueblo.

Nos juntamos en el cementerio, donde erigen monumentos a la vanidad humana, altares inmensos para venerar a los muertos, necrópolis donde hacen orgías los gusanos. El recuerdo constante de la muerte nos empuja a disfrutar mejor del instante, del simple placer de existir y ser jóvenes, de cuestionarnos todo, de buscar y sentirnos parte del absoluto. Sabernos simples manifestaciones del ser.

En aquél panteón invocamos lo dionisíaco, nos buscamos en el fondo de tantos vasos. Hicimos el amor y también la muerte, logramos que se manifestara la vida sobre nuestros huesos. Antes del último encuentro en el osario, cuando ya no podamos salir. 

Eramos dos o tres, silencio, canción y muerte. Bebiendo la vida gota a gota. Mirándola entre lápidas de nombres desdibujados. El tiempo estancado en la voracidad del momento. Observo mi reflejo en el cristal del ataúd de una tumba. Me imaginaba muriendo una y otra vez. De mil maneras distintas en todos los cuerpos posibles y edades. Sentí vértigo. Nos miramos a los ojos y parecía ver el infinito. Infinito caer de un abismo a otro abismo. Me dolían los huesos de correr sobre todos los huesos. Como si no hubiera descanso posible. No, no hay descansa en paz hasta que se haga silencio sobre cada criatura que respira y sueña. 

Escuché que susurrabas al oído un poema pero salía de mi boca para entrar de nuevo en tu cabeza: Yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa.

Me dio vértigo de nuevo. Te empujé para escupir alcoholes en tu boca que resbalaban de nuevo a la mía y no había límite de cuerpos y pieles eran dos o tres pero eramos uno. 

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