sábado, 4 de junio de 2011

Asunción, 26 de enero del 2011

Lo que sigue tiene sentido a partir del supuesto: Todo es absurdo.
Quisiera morir de muerte roja, roja y negra. Que me maten, que me mates de realidad, acabar con la lucidez estridente y que todo muera a mi paso. Que se muera el viento, las hojas, el canto de pájaros y cigarras.
Morir de muerte roja y después negra; negra, opresiva, asfixiante y eterna. Buscar ese algo mientras grito: Nada! No tengo nada para darte. Y eso no te lo puedo dar, porque lo que se da siempre es algo y no tengo, nada.
Todos están muertos, estoy muerta; sólo temo admitirlo.
Trasmitir, agarrar ésto incognoscible, vomitarlo, reducirlo, denigrarlo hasta lo comunicable, con una pizca de eso que llaman sentido, razón.
Explicar lo inconmensurable es como pedir lo imposible y lograrlo. Pedir de rodillas un alto a todo lo incontrolable, a lo que se nos fue de las manos. Que llegue el esperado último acto del teatro de la vida.
Primero se crea el personaje con las circunstancias dadas, se lo somete a stress, se da vuelta su mundo y se lo entrega a lo infeccioso y luego, nos damos cuenta que nadie volverá a ser jamás.
Primer acto, empieza con el deseo de remontarse a los paraísos saboreados durante el estado de gracia. Es a partir de la imposibilidad de ésto que se genera el estado de desgracia. La infinita desgracia de vivir en un gesto vacío, de meterle electricidad a la criatura y ante cualquier espasmo gritar: Vive!